miércoles, 10 de agosto de 2011

Universos Paralelos

Por: Eduardo Catalán




Extracto de la novela “La procesión va por dentro”











Griselda Soledad llegó a Magdalena una tarde de otoño gris. Miguelín y Carmela la instalaron junto con sus bultos y sus miles de recuerdos en su nueva casita frente al malecón. Una vez estuvo sola, un chiflón pertinaz abrió con estrépito la ventana y goteando se infiltró insolente la bruma densa; algodonándose entre los acodados y zócalos. Esparciendo éter de luna por las cuatro habitaciones, el modesto bañito y la pequeña cocina con ventana frente al mar. Donde las aves marinas se posaban en espera del pancito remojado con leche.







Y el céfiro costero trajo consigo la presencia de sus muertos. Ese percutir sin fin de pedruscos estrellándose unos con otros -que la Mar Brava zarandeaba abajo-, en su habitación se transformaba en lamentos. Con frecuencia, era Rualdito pidiéndole perdón incansablemente. Otras veces, se convertían en los improperios con los que su padre siempre se dirigía a ella o también, en los insultos del militar abusivo que la maltrataba en la Argentina. Los oía a todos. El llanto de su joven sirvienta, que se quedó en Chile; a la peonada de Laredo. Sobre todo escuchaba los reproches de don Pablo, reclamando su presencia.







Griselda los reconocía desgarrada pero -una tarde soleada-, la tolerancia, mágicamente inundó su ser y las debilidades, las limitaciones, inclusive los abusos que había recibido de todos sus muertos fueron perdonados. Entonces, el tormento de sus visitas se disipó; gozando de una convivencia en perfecta armonía. Porque jamás se marcharon de allí ni si quiera el día que ella se reunió con todos para siempre.







Cada quién buscó una ocupación útil en la casa. Rualdito, tuvo recién oportunidad de enmendarse, correspondiéndole como el buen hijo que ella esperaba fuera siempre. Le aseaba los trastes, doblaba la ropa, limpiaba el baño. Su padre, contaba y le ordenaba correlativamente los billetes; también le ayudaba en las cuentas y le organizaba la alacena. Sus sirvientes y peones no dejaban que hiciese nada, se peleaban por prepararle el desayuno, el almuerzo y la cena. Las mujeres le hilvanaban la costura canturreando las viejas canciones que entonaban en Laredo, mientras hacían sus labores cotidianas. Su marido maduraba la fruta y fortalecía sus flores. Hasta el desalmado de su yerno se aparecía a veces, cuando la albaca estaba fresca.







Don Eduardo, le presentó a sus antepasados. El boticario, también se le aparecía a menudo aliviando sus achaques con su tónico mágico y sus cremas benéficas para la piel y manchas. Hasta las Hermanas Calavera, se quedaban a su lado horas, explicándole al detalle, cómo usarlas. Un día, apareció también el Francisco Valdivia. Irrumpió repartiendo infinitamente tarjetas suyas a cada uno de los presentes. Griselda se emocionó al verlo, recién pudo preguntarle, ¿por qué no regresó ese día? Valdivia le contó que nunca pensó fallarle y que fue un tranvía lo que se interpuso entre ambos.







Griselda aceptaba la visita de cualquier muerto, a sí fuesen extraños. Sólo llegaban y ella los oía contagiándoles la paz que, tanto buscaban vagando por la eterna oscuridad donde se encontraban. Griselda no necesitaba salir de casa para tener con quien hablar. Lo tenía todo dentro de su pequeño mundo y la pasaba mejor en compañía de los muertos, que impacientándose junto a los vivos con sus exigencias de, que lo vendiera todo y se fuera a vivir arrimada en alguna pequeña habitación, cerca de la casa de uno de ellos.







Uno de los extraños con quien mejor se llevó Griselda fue el doctor Estremadoiro. Ni él mismo supo como un buen día llegó a parar hasta allí. Tal vez fue por el tormento que le causaba no poder encontrar en esa oscuridad de lamentos sin respuesta, por el que vagaba su buen amigo don Ideal. Apareció una mañana fría de abril, cuando otro ventarrón le abrió esta vez la puerta de par en par. La anciana dejó su costura levantándose de súbito, dispuesta a reclamar la impertinencia del recién llegado. Pero resultó que el doctor Estremadoiro, que era nuevo en la muerte, había sido arrastrado hasta allí – momentos después de ser sepultado- por una fuerza incontrolable sin que supiese a donde era conducido. Lo primero que hizo al levantarse fue sacudirse el polvo del cementerio, creyéndose todavía vivo. Sorprendido miró a su alrededor, sin reconocer dónde se encontraba.







No tenía ningún recuerdo de su agonía, ni cómo habían sido sus últimos días. Pero sentía un dolor profundo en el alma que le impulsaba a recordar a don Ideal, del cual tampoco sabía nada. Luego de serenarse y de asumir la correspondiente actitud científica, que lo caracterizaba cuando vivía, llegó a la conclusión que, no podía estar más que en otra dimensión, en una de tantas de la que antes se ocupó en investigar, con tanto ahínco.







Griselda no se sorprendió en lo absoluto al verlo, tampoco don Eduardo ni don Pablo que, interrumpieron su eterna partida de ajedrez para darle la bienvenida invitándolo a sentarse junto a ellos, a esperar por siempre un turno, cuando alguno de los dos perdiese. Aunque eso nunca llegaría a suceder, era un consuelo mantener viva cualquier esperanza en ese lugar donde no existía un mañana. El doctor Estremadoiro se convirtió en una pieza fundamental dentro de aquel limbo, dónde todos estaban suspendidos, gracias al amor con que Griselda los recibía.







El doctor Estremadoiro, redefinió la naturaleza etérea de todos, induciéndolos a aceptarse como parte del mundo de Griselda. Única razón y poder que los mantenía aferrados al vínculo terrenal que -fracturado por la muerte-, ahora los sostenía como parte de otro universo paralelo no menos real y del cual un día se desprenderían, también. Sin embargo, todavía era un misterio cual era su papel dentro del mismo, ya que -aún siendo contemporáneo con la mayoría-, nunca se habían relacionado cuando pertenecían al mundo real, tal y como ellos lo percibían. A pesar de todo, el modesto científico, se acopló al grupo como si este hecho insólito fuese una consecuencia lógica de su trayectoria, por el inmenso cosmos que algún día fue tan apasionadamente objeto de su estudio.







Griselda pensaba que esos no eran asuntos de su incumbencia, pero asumía su presencia como algo natural y parte de su nueva realidad. Su trayecto accidentado durante todos esos años, había sido tan variable como sorprendente, desde que abordó el Aconcagua rumbo a destinos remotos. Lo que mayor paz le proporcionó a ella fue el hecho de poder -al fin-, sincerarse con don Pablo, acerca de los pormenores que la acusaban como bígama y que fuera tan cortésmente perdonada por ese hombre que la había amado tanto a su manera, desde el primer día que la vio.







Su primer marido tuvo también descanso eterno, luego de una agonía larga en el abandono de su precario lecho, donde ni el más vil de sus subalternos, se dignó a asistir. La muerte lo sorprendió en la lúgubre soledad de su habitación del destierro, al que fue confinado por los desmanes cometidos durante el periodo que le tocó ser primer mandatario y cruel dictador de su país. Las últimas palabras que profirió en su lecho mortuorio fueron: ¡Griselda, perdóname!







Sucedió lo mismo con su deteriorado padre, al sorprenderlo la parca en medio de una calle fría. Cuando el cadáver fue levantado, mal oliente ya, encontraron grabado en el adoquín de la acera con uñas y sangre: “perdóname Griselda, hija mía”. Único dato acerca de su identidad y que sirvió también como epitafio antes de arrojarlo a una fosa común, donde acababan los vagabundos de su ralea. Y que, el cura del distrito, mencionara apresuradamente entre dientes, conteniendo a duras penas las arcadas para no soltar el vómito sobre el cadáver putrefacto: “Padre de Griselda”, sólo pudo mencionar el hombre de Dios, partiendo de inmediato la carrera a devolver junto a un árbol, su reciente desayuno opíparo.







En general, todos los allí reunidos habían pensado o mencionado a Griselda momentos antes de su muerte. Inclusive, hasta los extraños que la visitaban habían pronunciado su nombre sin saber la razón por la que lo hacían. Todos formaban parte de aquel universo paralelo, al que ahora también pertenecía el doctor Estremadoiro.







Griselda, recibía constantes visitas de los seres vivos, como parte de esta misma teoría. Parentela que llegaba a dejarle costura y que luego recogía sin dejarle un centavo, siquiera. También la visitaban los peones y sirvientes que habían sobrevivido a la desdicha de Laredo y que ahora se dedicaban a labores domésticas en la Capital. A pesar de sus precariedades económicas, jamás se aparecían con las manos vacías. Colmándola de chucherías y alimentos, que Griselda recibía con manos temblorosas, derramando lágrimas a borbotones.







Griselda era una anciana sensible, reblandecida por los achaques de su edad y atacada por la demencia senil.







La estación de Radio Reloj –sintonizada las veinticuatro horas-, la informaba minuto a minuto. Este era su mayor y único vínculo con la realidad. Cuando los vivos se marchaban, pasaba horas comentando las noticias con los muertos y -por supuesto-, que tenían tema para rato. La tarde que la Guardia Civil entró en huelga y los negocios fueron saqueados y el Gobierno impuso el toque de queda a las cinco, coincidió también con el declive de su delicado estado de salud. Tal vez fue escuchar tan duras noticias o simplemente, sólo fue parte del proceso natural lo que ese día le impidió levantarse de la cama. Envuelta dentro de un dramático cuadro de confusión, dejó para siempre el mundo de los vivos coincidentemente, el mismo día que nació, hace 96 años antes.



No hay comentarios:

Publicar un comentario